Por Pilar R. Laguna
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En el año 1999, a las puertas del cambio de milenio, en pleno impulso tecnológico y con la democratización del acceso a internet como telón de fondo, se estrena en cines una película firmada por dos hermanas que apenas comenzaban a asomarse por el mundillo cinematográfico. Un guion innovador, una selección musical potentísima y un reparto lleno de estrellas la convierten en un clásico al instante. Transforma la mirada de quien la ve —ese parece ser su auténtico valor.
Matrix fue la película revelación de aquel año y aún hoy acapara los puestos superiores entre los favoritos de, al menos, un par de generaciones. Referencia a las grandes cuestiones de la metafísica de una forma original, aunque no dista de otras ideas que ya se habían proyectado antes en las salas de cine —Dark City o El show de Truman, por citar un par—. La matrix como concepto tampoco es novedad: William Gibson ya había mentado la matrix como un sistema en red de ordenadores en su novela Neuromancer (1986) y «el Doctor» proclamaba en un episodio de Doctor Who emitido en 1976 que la realidad es una matriz computerizada.
Quizás solo llegó en el momento adecuado. Quizás no se trataba de la película, si no de los ojos que la veían. Una generación viviendo la auténtica fascinación por la explosión de la era cibernética. Los milenials, nativos digitales, más inconformistas y comprometidos con el cambio social que la generación anterior, saturados de incertidumbres y ávidos de respuestas. Sea como fuere, esta película se convierte en un fenómeno de masas: la gente va al cine a verla una y otra vez, imita su estética, escucha su banda sonora y empieza a plantearse la gran cuestión: ¿es posible que vivamos en una simulación? Y casi más importante, ¿podemos acaso escapar de ella?
Definitivamente la película tiene algo de especial. Para el público se trata de una revelación, o una rebelión. La idea de vivir en una realidad impostada, simulada, falsa, aunque difícil de comprobar, no parece tan descabellada. La posibilidad obsesionó algunos —véase el caso de Joshua Cooke, que asesinó a sus padres convencido de que estaba atrapado en la matrix— y despertó la curiosidad de otros. En concreto, en 2003 se publicaba un controvertido artículo en la revista Philosophical Quarterly. Hay quien dice que se trata de un simple juego mental. Otros, incluido el multimillonario Elon Musk, la contemplan como una explicación más que razonable del mundo cognoscible. En ese escrito el filósofo sueco Nick Bostrom anunciaba al mundo la que hoy conocemos como la Teoría de la simulación. Esta hipótesis se fundamenta en la premisa de que solo una de las siguientes afirmaciones puede ser cierta:
-es muy probable que la especie humana se extinga antes de alcanzar un estadio «posthumano»;
-es extremadamente improbable que cualquier civilización posthumana realice un número significativo de simulaciones de su historia evolutiva (o de sus variaciones);
-es casi seguro que vivimos en una simulación informática.
Si pensamos en que, en caso de que no nos extingamos, efectivamente llegaríamos a una era posthumana —aquella en la que superemos las limitaciones propiamente humanas mediante la tecnología aplicada a la evolución biológica— y que las civilizaciones futuras probablemente crearán simulaciones —como ya las creamos hoy día, pero más complejas— hay una alta probabilidad de que se generen simulaciones también de sus ancestros, y llegados a este punto, es más probable que generen varias en lugar de solo una. Mediante esta teoría, el filósofo estima que llegados al escenario en el que efectivamente las civilizaciones futuras creen simulaciones, habrá cientos o miles de ellas, incluso unas dentro de otras, con lo cual, la probabilidad de que vivamos en una es del 99,9%.
Hay dos vertientes principales en esta teoría que la convierten en un tema a debate muy interesante. Por un lado, no es un planteamiento original y bebe directamente del mito de la caverna de Platón, las teorías de Descartes o Berkeley sobre la realidad y otras ideas como la visión cosmológica de los gnósticos o el concepto de «Maya» en el hinduismo.
Por otro lado, presenta algunas cuestiones algo más actuales: el transhumanismo (ética del perfeccionamiento humano mediante el uso de tecnología para potenciar nuestra evolución biológica), superinteligencia (o la superación de la inteligencia humana por la inteligencia artificial) y el riesgo existencial (posible extinción de la vida inteligente de forma prematura). Cuestiones centrales también en Matrix: tras una evolución tecnológica desmesurada, los humanos libres se encuentran al borde de la extinción y, sin embargo, millones de humanos son utilizados como pilas en un mundo dominado por las máquinas.
Muchas otras teorías en el campo de la ciencia se preguntan si lo que percibimos es real. Por ejemplo, para algunos, los misterios de las leyes de la física podrían ser una muestra de que el mundo en que vivimos no es real —en el estudio de los rayos cósmicos, por ejemplo—. Para otros, lo es el argumento contrario, es decir, el mundo se rige por unas leyes físicas demasiado exactas e inflexibles como para ser real (teoría del Fine Tuning Universe) y cualquier pequeña variación habría impedido la aparición de la vida. ¿Podríamos entonces estar en una simulación siendo objetos de estudio de una civilización posthumana superior y más avanzada tecnológicamente? ¿Podrían estar estudiando cómo causamos nuestra propia ruina, como en el famoso experimento ‘Universo 25’ de John B. Calhoun en el que estudiaba el comportamiento de una colonia de ratones hasta que se destruían unos a otros?
Cabe aquí quizás puntualizar que no solo es un debate sobre la realidad en sí misma, sino también sobre nuestra esencia como seres humanos. ¿Todo lo que percibimos como real está basado en simples impulsos eléctricos? ¿Existe o no un alma, una esencia, que nos impida ser simulados?
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Preston Greene, profesor de Filosofía en la Nanyang Technological University de Singapur decía en un artículo en el New York Times que probablemente el mayor riesgo que corremos si descubriésemos que vivimos en una simulación es que los creadores de la misma decidan destruirla, al igual que sucedería si en un estudio donde unas personas toman un placebo y otras no, cada grupo se diera cuenta de lo que ha tomado realmente, perdiendo el estudio todo su sentido. Concluía además afirmando que si los científicos llevaran finalmente a cabo unos experimentos para determinar la existencia de la simulación, los resultados serían o escasamente interesantes o terriblemente desastrosos para la humanidad. Dicho esto, probablemente ni si quiera merezca la pena ponerlos en marcha. O lo que es lo mismo, deberíamos aceptar que «la ignorancia es la felicidad», como decía Cifra.
Pero ¿y si la destrucción de la simulación no supusiera nuestro fin porque sí que existimos físicamente de algún modo, al igual que en la película Matrix? El objetivo de Morfeo, materializado en Neo, es liberar a la humanidad del engaño, sacarla de la caverna. ¿Hay alguien hoy día tratando de sacarnos de la caverna a nosotros? Según un artículo publicado en The Atlantic y titulado «Silicon Valley is obsessed with a false notion of reality» actualmente hay millonarios contratando a científicos e informáticos para sacarnos de la simulación. Y es que algunas de las grandes mentes de la cuna de la sociedad moderna están de acuerdo con Bostrom. Elon Musk ha afirmado que las posibilidades de que vivamos en el mundo real (base reality) son de una entre miles de millones, pero no es el único. En el documental A Glitch in the Matrix se recogen los testimonios de varias personas del mundo de la ciencia que afirman haber experimentado esa sensación de irrealidad en diferentes momentos de su vida y argumentan por qué la teoría de la simulación en más que factible.
Pero si hay un campo que ha dominado la idea de la simulación virtual de la realidad, ese es el de la ciencia ficción. Sí, Matrix fue definitivamente y sin lugar a dudas un antes y un después en la puesta en escena —cinematográfica— de esta problemática, aunque no llegue a superar el imaginario de uno de los creadores más relevantes de la historia de la ciencia ficción y el ciberpunk: Philip K. Dick. Su obra está repleta de referencias a esta indistinguibilidad entre realidad y simulación —especial mención a su novela Ubik—. Los protagonistas de sus historias viven en un engaño, ya sea porque han manipulado su memoria o la misma realidad en la que viven, un planteamiento fundamentado en la conexión entre filosofía y religión, en la búsqueda de la verdad y la irónica limitación de nuestros medios para enfrentarnos a al sobredimensionado —tecnológico— de los mismos.
En su célebre discurso en 1977 que titulaba If you find this world bad you should see some of the others, Philip K. Dick soltaba la bomba que venía resonando en todos sus escritos: vivimos en una realidad programada por ordenador y solo podemos darnos cuenta de ello cuando se cambia una variable. Claro está que el escritor había tenido muchas experiencias de desconexión —o conexión— con la realidad probablemente debido a su consumo de drogas psicodélicas, pero la conclusión está ahí, impregnando toda nuestra cosmovisión y nuestra cultura, más allá de su legado.
Permutation City (Greg Egan), Paprika (Yasutaka Tsutsui), Ready Player One (Ernest Cline), The Rstoration Game o The Hitchhiker’s Guide to the Galaxy (Douglas Adams) han indagado en la noción de realidad simulada. El rastro que esta idea ha dejado en la cultura es inmenso, creando un imaginario colectivo en el que, al igual que en Matrix, toman vida las dicotomías realidad/ficción, libertad/destino, humanidad/progreso, ciencia/espiritualidad, verdad/ignorancia.
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Una visión diferente aparece en algunos capítulos de la serie Black Mirror, por nombrar algo reciente, donde la simulación es un pasatiempo, un mundo alternativo en el que decidimos vivir y un escenario que no nos queda nada lejos —el metaverso ya está aquí—. Llegados a este punto, surge una nueva pregunta: ¿querríamos vivir en una simulación si supiésemos que es mejor que la realidad? ¿Es más importante vivir en la «cruda» realidad o disfrutar de una mentira que nos permite ser felices? ¿Y si pudiéramos tener la vida que soñamos en una simulación? Si fuéramos conscientes y capaces de interactuar a voluntad, ¿hasta qué punto seríamos libres? En la simulación, perdemos contacto con nuestra naturaleza humana y nuestra libertad, como Truman, quien en toda su vida no había podido dar un paso fuera de aquello que estaba planeado para él. Si no vivimos en la realidad, somos incapaces de tomar decisiones reales. Estamos despojados del control sobre nuestras vidas.
Sin embargo, lo cierto es que, queramos o no, y diga lo que diga la ciencia, lo cierto es que sí vivimos en una simulación. O así lo planteaba Jean Baudrillard en Cultura y simulacro, ensayo del que Matrix bebe directamente. No solo se dice que las Wachowski obligaron a todo el reparto a leerlo, sino que además aparece en la propia película. En concreto, Neo abre el libro por el capítulo «Nihilism» o en la edición en español, «El fin de lo social», en el que el filósofo y sociólogo habla de cómo aquellas instituciones llamadas a construir lo social son a su vez las que lo están destruyendo: los medios de comunicación, la cultura, la política y la economía. Si bien el filósofo ha sostenido en alguna entrevista que Matrix no refleja en absoluto su hipótesis. De hecho, se le atribuye la frase: «The Matrix is surely the kind of film about the matrix that the matrix would have been able to produce».
De cualquier modo, si bien probablemente sea difícil tanto probar como refutar la teoría de la simulación que presenta Matrix, su base, la tesis de Baudrillard, parece estar hoy más vigente que nunca: es la simulación en la que sí vivimos.
Los poderes político, mediático y económico ejercen su control sobre nosotros gracias a su capacidad para ocultar la simulación en un mundo saturado de imágenes y símbolos que intentan construir una nueva realidad de referencias, la hiperrealidad.
Procuran a toda costa ofrecernos grandes dosis de realidad que ocultan la verdadera simulación, y a su vez generan la simulación para reafirmar la realidad. Así, en el ejemplo que Budrillard hace sobre Disneyland, este lugar simula un mundo infantil que se contrapone con el mundo real y adulto, para ocultar que, en realidad, el mundo entero es Disneyland. Sucede lo mismo con la política. Se pone empeño en ocultar que los escándalos no lo son realmente, es decir, que toda la política es escandalosa.
Los medios de comunicación, a menudo nuestra conexión con el resto del mundo, están corrompidos. Todo lo que aparece en los medios es solo un pequeño fragmento de la realidad, contextualizada de una forma ciertamente cuestionable. Los bulos y las fake news son la prueba más evidente del vilipendio de la realidad.
Las guerras se convierten también en simulacros que la mayor parte del mundo se viven de una forma virtual y a través de una pantalla. Tras la careta de conflicto, dos Estados esconden metas conjuntas: la anexión de un país a una causa (capitalismo), la homogeneización de las sociedades (la destrucción del mundo tribal) o la instauración de una falsa seguridad (a través de un mayor control). La guerra, con grandes dosis de realidad, es en cierto modo el simulacro generado para ocultar la verdadera purga y se convierte entonces en un teatro. Se ha perdido la ideología en las guerras, «la realidad de las causas antagónicas». Los adversarios se han vuelto cómplices.
Nuestro marco referencial está falseado. Nuestra identidad se reafirma en la simulación, con filtros que nos afinan la nariz y un montón de fotos estupendas de nuestros mejores momentos tomando el sol. Ahora sí podemos, por fin, viajar a un gueto brasileiro desde el sofá. ¡Aleluya! Desde la pantalla practicamos la desinformación activa. Nos hemos convertido en parte del problema, casi sin opción. ¿Desconoces quién fabrica tu ropa o la sanguinaria historia detrás de tu smartphone? No hay razón para preocuparse, el valor de todo es relativo. Estamos desconectados (irónicamente) en el momento en el que más conectados hemos estado en nuestra historia y hemos perdido todo sentido de realidad en el proceso. Estamos perdidos en el «desierto de lo real».
Entonces, ¿cómo podemos estar seguros de que la realidad es real? ¿Acaso no merece nuestra atención una de las incógnitas que más reflexiones ha despertado en todos los campos del arte y del conocimiento? ¿Cómo nos relacionamos con este mundo y cómo podemos estar seguros de lo que percibimos? ¿Cuáles son las garantías de que nuestros avances tecnológicos no den lugar a un futuro absolutamente distópico (ya previsto por tantas obras) en el que realidad y simulación sean algo comparable no solo en la teoría sino también en la práctica? ¿Estamos ya en un punto de irrealidad sin retorno? ¿Cuáles son las consecuencias de que nos hagamos estas preguntas y, más aún, cuáles serán las consecuencias de nuestra búsqueda de respuestas?
Al final, ¿no será aquello de que el universo es infinito, una referencia a lo inabarcable de su naturaleza más que a su extensión espacial? ¿A lo infinito de su verdad y nuestra incapacidad para comprenderlo, por el momento?
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#PA. JotDown.
22 de diciembre de 2021.