Lo que Tolkien nunca dijo: adaptación y canon en “Los Anillos de Poder”

Por Juanma Ruiz

Ha vuelto a pasar, vaya usted a saber por qué. No hemos dejado aún reposar la primera temporada de The Sandman y las redes ya se han llenado otra vez de comentarios sobre la fidelidad (o falta de ella) de una serie respecto a la obra literaria en que se basa. Pero qué podíamos esperar, si de entre todos los fandoms puristas, el de Tolkien se lleva la palma. Vale que el de Star Wars hace más ruido, pero eso es solo porque las ocasiones de vociferar ante una nueva adaptación tolkieniana son mucho más escasas. Ahora, tras años de espera y especulación, se ha estrenado la serie de Amazon Los Anillos de Poder, y ya se ha liado fina. No vamos a entrar aquí en si la serie es mejor o peor desde un punto de vista cinematográfico. Apenas hemos visto un par de capítulos, dirigidos de forma tan rutinaria como funcional por J. A. Bayona, y tiempo habrá de comprobar qué derroteros artísticos toma la obra. Ni siquiera podemos aventurar aún si sus tramas respetarán lo que Tolkien dejó escrito o se irán apartando cada vez más de ello. Verán ustedes: la cuestión es que eso no importa lo más mínimo.

Los Anillos de Poder. Imagen: Amazon.

No, en serio. No importa si Tolkien dijo o no que Galadriel repartía mandobles a diestro y siniestro; si Celebrimbor tuvo la ayuda de Dúrin o Elrond para forjar los grandes anillos o si los Istari aterrizaron en la Tierra Media antes de tiempo. Eso del «canon» es irrelevante. Por dos motivos.

En primer lugar, porque toda adaptación tiene no solo el derecho, sino también el deber de cambiar cosas. Por razones de lenguaje (lo que funciona sobre el papel no tiene por qué hacerlo en pantalla), de vigencia o de simple y llana conveniencia narrativa. Nadie (o casi nadie) se rasga las vestiduras porque La casa del dragón esté contradiciendo algunos de los datos aportados por George R. R. Martin en el libro Fuego y sangre, que sirve como base de la serie. Tampoco se espera a estas alturas que tal o cual película de Marvel siga al pie de la letra los hechos narrados en las viñetas. E incluso en ocasiones, el propio autor de la novela original se encarga de modificar los acontecimientos para amoldarlos al medio audiovisual. Lo hizo con humildad y sabiduría William Goldman en La princesa prometida, y nadie le crucificó por eliminar el Zoo de la Muerte o sustituir a los tiburones por anguilas chillonas. Y en el guion de Parque Jurásico, el mismo Michael Crichton (junto a David Koepp) se encargó de desdecirse de la muerte de un par de personajes clave del libro. Por el contrario, Zack Snyder, en su empeño por fotocopiar en pantalla las viñetas de Watchmen, no supo plasmar ni el discurso, ni el tono ni el juego de simetrías que planteaba el cómic de Alan Moore y Dave Gibbons. Porque la sumisión a la narrativa de una obra no implica necesariamente fidelidad a su espíritu.

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Contra el canon

Pero al hablar de Los Anillos de Poder hay un segundo motivo por el que, en realidad, incluso todo esto da lo mismo. Y es que el canon, en Tolkien, sencillamente no existe. Es más: podría argumentarse que lo que hace verdaderamente inmortal a la creación del autor británico es precisamente la ausencia de un canon narrativo. 

Bien es sabido que J. R. R. Tolkien solo publicó, en vida, dos obras inscritas en su Tierra Media: El hobbit El Señor de los Anillos. Novelas de distinta extensión y tono que, en conjunto, venían a narrar lo que se conoce como el fin de la Tercera Edad del Sol, un pretendido pasado remoto de la Tierra. Y como en todo gran relato mitológico, en sus intersticios se dejaba entrever un tapiz compuesto de muchas más historias, perfiladas con mayor o menor detalle a través de poemas épicos, canciones, menciones indirectas y, sobre todo, unos amplios apéndices que el autor incorporó al final de El retorno del rey. En el mejor de los casos, esto es lo que se podría considerar canónico dentro del corpus narrativo tolkienianoEl resto es, a estos efectos, poco más que papel mojado. Y no porque El Silmarillion, o La caída de Gondolin, o cualquiera de las publicaciones póstumas del escritor, sean obras menores. Ni siquiera porque estén inacabadas, aunque aquí ya nos acercamos más al quid de la cuestión, porque efectivamente todas ellas lo están. Incluso El Silmarillion Los hijos de Húrin (que son los dos únicos libros póstumos de Tolkien en los que su prosa va desde un punto A hasta un punto B sin lagunas y sin interrupciones explicativas a cargo de un tercero) son fruto del exhaustivo trabajo de patchwork de su hijo Christopher Tolkien, que se encargó de darle algo parecido a una forma unitaria a unos textos inacabados, parciales y perpetuamente revisados. Y el resto de escritos que han visto la luz a lo largo de los años son aún más incompletos, limitándose a veces a un par de párrafos sueltos. Todos ellos son atisbos de un trabajo en proceso, que se vio truncado antes de que su autor estuviera lo suficientemente satisfecho como para publicarlo. Y, por tanto, antes de que adoptara una forma definitiva que nunca existió como tal, y quizá nunca habría podido llegar a hacerlo. Porque, aquí llegamos a la madre del cordero, Tolkien reescribía. Casi compulsivamente.

Los Anillos de Poder. Imagen: Amazon.
Los Anillos de Poder. Imagen: Amazon.

Cuando Christopher Tokien recopila y publica El Silmarillion, lo hace rescatando las formas más completas de cada relato, o bien las más recientes y revisadas por su padre. Pero cada narración de ese libro fundamental y fundacional es tan solo una versión posible de los acontecimientos.

Pongamos por caso uno de los relatos más importantes para el propio Tolkien: el cuento de Beren y Lúthien. Aunque aceptásemos como canon la versión plasmada en El Silmarillion, esta es solo una entre muchas variaciones de la historia y, si bien es la última que escribió Tolkien, ni siquiera él la consideró definitiva. Lo que aparece en el libro es una forma abreviada de un relato que su autor pretendió desarrollar mucho más, y que de hecho conoció formas más completas, detalladas y extensas, aunque también más primitivas. Una de ellas, el llamado «Cuento de Tinúviel», donde Beren es un elfo y no un humano, apareció mucho después como parte de El libro de los cuentos perdidos, una suerte de proto-Silmarillion donde Christopher recogió muchos de los escritos tempranos de su padre. En él, el villano era un enorme gato, Tevildo, que desapareció en los siguientes «borradores» de la historia para dejar paso a Thû, Señor de los Licántropos, y finalmente a Sauron. Más tarde, la Balada de Leithian retomaría y reescribiría los mismos acontecimientos en forma de poema épico, contradiciendo a lo anterior en muchos detalles.

Y así ocurriría una y otra vez, en una multitud de textos (algunos narrados de principio a fin, otros simples fragmentos) de los que, aún hoy, solo han visto la luz unos pocos. Hay quien argumenta que si la versión aparecida en El Silmarillion es la última que llegó a escribir el autor, y puesto que además esta es coherente con lo que Aragorn relata en La comunidad del anillo, esta es la que debe considerarse canónica. Pero eso implicaría dejar de lado la enorme riqueza y variedad que proponen todas las versiones anteriores, que, lejos de deslucir el resultado final, lo potencian hasta el infinito. Porque la propia incapacidad de Tolkien para fijar una única forma de la historia acaba por conferir a Beren y Lúthien una dimensión legendaria que va mucho más allá de cualquier posible canonicidad.

Como cualquier fábula del mundo real, manoseada y moldeada por la poco fiable tradición oral a lo largo de generaciones, la historia de amor entre Lúthien y Beren adopta formas no solo distintas, sino a menudo contradictorias, según qué texto leamos; incluso el carácter fragmentario de muchos de ellos remite a unos hipotéticos escritos originales perdidos en la oscuridad de los tiempos.

Es cierto que esta diversidad y dispersión de versiones no fue tanto el fruto de un deseo expreso de su creador como el producto del carácter igualmente disperso e impulsivo de este: Tolkien comenzaba un cuento o un poema y avanzaba hasta que se aburría de él; cuando lo retomaba, quizá años más tarde, en lugar de completarlo volvía a comenzar la historia desde el principio, y de nuevo la narración continuaba hasta que las energías o la atención del profesor se desviaban hacia una nueva empresa. Pero el aliento de fabulación de sus relatos ya está ahí (el propio Tolkien llamó al conjunto de su obra legendarium), subrayado por un recurso al que muchas veces los defensores del canon no prestan la atención que deberían: el narrador.

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La voz del narrador

Como en el Quijote o en el Nuevo Testamento, en la obra de Tolkien no solo importa lo que se cuenta y el cómo se cuenta, sino también quién cuenta cada cosa. Aunque narrado en tercera persona, El hobbit pasa por ser el relato del propio Bilbo sobre sus aventuras; una crónica que heredarán su sobrino Frodo y finalmente Sam Gamyi para completar El libro rojo de la frontera del oeste, que nosotros conocemos como El Señor de los Anillos. Del mismo modo, El libro de los cuentos perdidos sería el fruto (ficticio) de una tradición oral recogida por el marinero Aelfwine. Y los propios personajes de El Señor de los Anillos se erigen en portadores de la tradición, relatando las historias de los días antiguos en canciones o en cuentos contados al calor de la hoguera. Por eso mismo, nada de lo que está plasmado en el papel puede recibirse como si fuera la verdad absoluta sobre estos hechos que nunca ocurrieron. En todo caso, El Silmarillion, los cuentos perdidos, las baladas de Beleriand y el propio El Señor de los Anillos son tan solo fuentes diferentes y alternativas para contar una misma historia. Y Los Anillos de Poder, entonces, será ni más ni menos que eso: una fuente más sobre unos acontecimientos perdidos en las brumas de la leyenda.

Los Anillos de Poder. Imagen: Amazon.
Los Anillos de Poder. Imagen: Amazon.

Ni siquiera las dos obras que Tolkien sí acabó y publicó en vida se libran (por fortuna) de esta idea de transitoriedad y subjetividad, como demuestran las sucesivas reescrituras de El hobbit después de su publicación: primero, para amoldar el cuento de Bilbo a lo narrado después en El Señor de los Anillos, eliminando discrepancias y añadiendo detalles que le permitiesen encajar en un legendarium al que, en un principio, no pertenecía. Y después, comenzando un nuevo borrador (que abandonó a las pocas páginas) con el que pretendía reescribir la historia por completo con un tono menos infantil, más cercano al de su épica secuela. No cabe duda de que, si hubiera sido bendecido con la longevidad de los elfos, Tolkien habría cambiado la historia de Frodo y el Anillo Único más veces que George Lucas la trilogía original de Star Wars. Y está bien que sea así.

Porque el viejo profesor de Oxford no quería escribir novelas, relatos o poemas: quería construir toda una mitología. Y la propia noción de mitología es incompatible con la existencia de una versión canónica, única y definitiva. Los mitos se definen por su multiplicidad, por sus variaciones, evoluciones y, sí, contradicciones. Por la forma en que cada sociedad los recoge y adapta a su sistema de valores y a la realidad del momento. Por eso mismo, la mejor forma de mantener vivo el legado de J. R. R. Tolkien es negarse a convertirlo en un fósil narrativo, seco e inmóvil, y seguir acompasándolo al mundo como hizo su autor. Y como, sin duda, seguiría haciendo si estuviera aún hoy entre nosotros.♣♣♣

#PA. JotDown.

11 de septiembre de 2022.

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